La lentitud del magma
Pedro Luis Ibáñez Lérida*
"La muerte de cualquier hombre me disminuye porque
estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca
hagas preguntar por quien doblan las campanas:
doblan por ti".
John Donne
La muerte nos espera y, mientras tanto, la niebla. Esa espesa corteza de invisibilidad que
no nos deja ver, ni tan siquiera, nuestros pasos. Tal sea esa la muestra
decible de lo que significa el olvido. No es corpóreo este velo pero nos rodea
y ciega. Dylan Thomas, el poeta norteamericano que liquidó su existencia en un
interminable trago, olvidó vivir. Años más tarde, el actor Richard Burton era
enterrado con un volumen que contenía la poesía completa de aquél. El mortal
desenlace amparado en la eterna poesía. Designio lírico para, si acaso, dejar
en el último hálito la expresión de inconformismo y resistencia, “Y no
impondrá la muerte su dominio”.
El olvido esta
aquí. Contradictoriamente más presente que
nunca. La disminución de los fondos económicos destinados a la dependencia es
de tal calibre, que no deja lugar a duda. El olvido principia por el vacío. Y
vacío es lo que el eufemismo gubernamental define como ajuste presupuestario.
Es el abismo de la nada para las familias de las 800.000 personas enfermas de
Alzheimer que se obstinan en no olvidar. Defendiendo la memoria como frágil
hilván que evite la desconexión total con el ser querido. Cuidando los casi
etéreos vínculos que progresivamente se truncan. Miradas que no saben, que no
encuentran...
En Los
nadadores el vacío existencial se modula
dentro de una piscina. Joaquín Pérez Azaustre nos hace zambullir dentro de
nosotros mismos. El cansancio y la inseguridad vital flotan a la deriva. Pero
en el líquido elemento, su protagonista, Jonás, se siente como pez en el agua.
Allí, entre otros nadadores, la desolación, el desamparo y la angustia quedan
relegados fuera del agua. Los cuidadores sin cuidados y sin recursos, aparecen
como las pinturas de Hopper, circunscritos al vacío, al olvido, sin agua sobre
la que deslizarse. O como señala la poetisa, Olvido García Valdés, en su obra Lo
solo animal, “El agua es algo de lo que no sé...” No se sabe. Se desconoce hasta dónde
llegará esta inmisericorde apuesta nihilista que no cree en nada, porque no hay
nada en qué creer. Los cuidadores y enfermos condenados a una isla desierta.
Cada familia se convierte en un pequeño e ignoto islote en la inmensidad
oceánica.
La idiocia, vanidad, desahogo y presuntuosidad parecen
perseguirnos como Los cuatro jinetes del Apocalipsis, de Vicente Blasco
Ibáñez. La cuarta cabalgadura del Estado –Presidente del Tribunal Supremo y del
Consejo General del Poder Judicial- se despachaba hace unas fechas con
lamentaciones. La causa de sus males era que fuera obligado a viajar en clase
turista. Atinaba en su mandoble platicante, indicando que no era una cuestión
personal y sí de carácter institucional. Causaba mal efecto que lo vieran en
esa clase en atención a su cargo. Virginia Wolf en su obra El balneario,
escrita un mes antes de suicidarse, describía: “La ciudad queda
sumergida bajo el agua; y sólo se distingue su esqueleto de bombillas de
colores”. Qué menesteroso ejemplo el que nos retrata la autoridad judicial,
que cree reconocerse en el ciudadano que no lo reconoce a él. La cuestión
parece radicar en “actualizarse”. Es decir, en ser visible aunque sea a
costa de sumergirnos en la propia estupidez.
Thoreau señalaba que “El poema
verdadero respira al fondo del yo”. La memoria y el olvido inspiran y
expiran ese halo enigmático de pasos en la niebla. El poeta se transforma en el
vacío que lo principia todo, “El placer de haber sido / nadie bajo
una luz / antes no usada”, refiere José de María Romero Barea en su
obra Talismán, que es extensible a ese sentir irrenunciable de lo
que somos. La identidad que, a golpe de cuchilla, van reduciendo hasta hacerla
desaparecer y convertirla en nada.
*Pedro Luis Ibáñez Lérida, poeta, articulista, coeditor de Ediciones En Huida. Contacto: pedrolerida@gmail.com
Artículo patrocinado por LetrasTRL Nº. 56-marzo-2013
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