La lentitud del magma
Pedro Luis Ibáñez Lérida*
John Donne
Recogió el premio sin dibujar o esbozar,
al menos, una tibia sonrisa. La comisura de los labios delataba el gesto de
contención adusto y severo. Ninguna corbata anudaba su cuello. Saludó al
ministro. Éste, con esa mueca de risa batiente que recuerda a los sanitarios de
una estación de ferrocarril, con la tapa siempre arriba, entregó a aquel tipo
menudo el Premio Nacional de Cinematografía. Juan Antonio Bayona se convertía
en el director más joven en recibirlo.
El filósofo
José Antonio Marina afirma: “No sabemos cómo generamos las ideas, pero sí
como educar a una parte de nuestra inteligencia para que tenga buenas ideas”.
A través del discurso, tras la obtención de la distinción nacional, el flamante
premiado dio crédito público a quienes profesaba su mayor reconocimiento y
admiración: “Mis padres son mis héroes. Entendieron mejor que nadie que la
educación no era un gasto sino una inversión”. Ambas reflexiones truenan en
el contexto de la política educativa de nuestro país. El manifiesto deterioro
de los servicios públicos y la progresiva desvinculación del estado en los
asuntos que conciernen a su propia responsabilidad, son hitos de un camino que
parece no tener retorno, y queda en las
antípodas de lo que conocemos como la sociedad del bienestar. El fracaso
escolar es parejo al social. Las ideas no fluyen y el marasmo continúa en este
prolongado suspenso: la política educativa no deja de ser errabunda con
gobiernos de diferente signo político. Las reformas puntuales llevadas a cabo
hasta ahora, no han tenido repercusión práctica, salvo la de confundir y
marear. No ha existido una línea definida en el tiempo con un proyecto
educativo de país.
El director
cinematográfico incidió en la determinante convicción de sus ancestros. Y,
en cierta manera, declinó cualquier apego a la comodidad. Aunque el esfuerzo no
es siempre recompensado y penden de otros hilos, como el económico: “A mi
padre también le hubiese encantado ingresar en una escuela de Bellas Artes pero
sólo tuvo dinero para suscribirse a un curso de dibujo por fascículos. Al final
se ganó la vida como pintor de brocha gorda, pero mi padre es un artista”.
Porque educar la inteligencia no debe entenderse como un propósito individual,
sin la confianza y el respaldo de la comunidad a la que pertenece. Es receptora
del bien social que está educando, que está cuidando, del que se verá
fortalecida, una vez el individuo culmine su trayectoria educativa. La
permanente actualización es un mal de este inicio de siglo.
El vértigo digital recompone incesantemente la realidad.
La concentración de esfuerzos en el proyecto educativo sin la veraz decisión y
apuesta trascendente de futuro, está condenado a una nueva oportunidad perdida.
Nadine Gordimer |