Por Marcos González Sedano
Cuando
leí en la misiva de aquel rey: "actuando unidos... remando a la misma vez", algo
se rompió dentro de mí. Sentí sobre las espaldas los efectos del rebenque y los
gritos del cómitre al compás del tamborilete, regalo de la diosa Cibeles a los
latigueros.
Jamás
hemos visto en estas quinientas noches de pesadillas a ningún rey ni señor bogar
junto a la muerte, y cuando sus excelencias vinieron a salvarnos de nosotros
mismos ya les relucían entre los dedos los hierros para nuestros tobillos.
Gracias, grandes señores, cortesanos y mercaderes de España y de Europa, por
ofrecerse a remar junto a nosotros en esta nueva renovación de las cadenas. Ya
llevamos quinientos años amarrados a sus galeras y les hemos salido más baratos
que aquellos andaluces que se vendían como esclavos en la Plaza
Larga del Albaicín, junto al Arco de las Pesas, a mil quinientos reales de
vellón por cabeza.
Ha sido
tan grande la afrenta que ustedes nos han infligido que incluso aquel Manco de
Lepanto (ebrio por Sevilla), sintiéndonos remar en su corazón, convenció al
Hidalgo de la Mancha para que en su locura nos liberara, a nosotros, los
delincuentes forzosos, los gitanos, los moriscos, a nosotros, hombres sin tierra
ni puerto.
Nosotros
hemos remado en cada una de vuestras batallas, contra el turco Khair ad-Din
Barba roja, contra nuestros hermanos de la República de Salé, contra el francés,
contra el inglés. Nosotros somos los que más de una vez os hemos devuelto al
trono. Nosotros, la chusma que es arrojada por la borda cuando ya no es
necesaria, somos los mismos que os subieron a los pedestales que ocupan nuestras
plazas. Nosotros somos aquellos que siguen soñado ser el pirata que cantara José
de Espronceda.
Cuando
sea libre quiero desde la Chanca contemplar cómo parten las barquitas a faenar
sobre el lomo plateado del viejo y fiero Poseidón. Quiero ver desde la lejanía a
los jabegotes echar la red, en un intento desesperado por atrapar los últimos
rayos de sol.
¡Bogad,
andaluces, bogad! ¡Ufff...! No hemos hecho otra cosa desde que nos conocemos,
señores, o eso o el exilio. Hacia Catalunya por el Levante, a Madrid por el
Despeñaperros, a las frías tierras del Norte, a Australia con contratos de a
cinco años infinitamente renovados, a nuestra segunda casa allende los mares.
Más de dos millones de andaluces en una diáspora moderna. Y aquí seguimos, con
un millón y medio de almas ociosas esperando en los puertos y plazas de
Andalucía para ver qué caminos, ríos y mares nos ofrece esta España para marchar
de nuevo al exilio. Como si la maldición del Holandés Errante nos hubiese
convertido en su eterna tripulación.
¡Oh,
España! Esta España de reyes y cortes acaso no oye el grito mudo de esta tierra.
¿Acaso no nos han ocasionado ya suficiente sufrimiento? Hasta nuestros propios
amigos, en su buena fe, nos ofrecen bogar con ellos para liberarnos juntos como
hombres, pero se asustan cuando les decimos: "como hombres, sí, pero ¿y como
pueblo?, ¿quiénes han de liberarnos como pueblo?".
Esta
estirpe de dirigentes españoles, herederos de la llave que abre nuestras
cadenas, siguen subiendo los diques de las miserias que nos rodean, aunque tal
vez la más cruel de todas las condenas que nos han intentado imponer ha sido la
de la incultura. A nosotros, que aprendimos que no solo de pan vive el hombre. A
nosotros, que para reapropiarnos de nuestros dioses, de nuestra música y de
algunas otras señas culturales tuvimos que meternos debajo de un paso de Semana
Santa y taparnos con los faldones para esconder nuestra amargura. Y nos dijimos:
"andaluces, estos son nuestros, ¡hasta el cielo!" Y al golpe del martillo
dejamos caer sobre la vértebra atlas el precio de nuestra penitencia. "¡Hasta el
cielo, andaluces, hasta el cielo!, que es azul como la Mar. ¡Vámonos! No nos
regalarán nada, lo recuperaremos nosotros".
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