La lentitud del magma
Por Pedro Luis Ibáñez Lérida*
"La muerte de cualquier hombre me disminuye porque
estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca
hagas preguntar por quien doblan las campanas:
doblan por ti".
John Donne
John Donne
Los premios
y los reconocimientos forman parte de ese entramado social que dispone las
celebraciones y valías dependiendo de quién y cómo. En los primeros, el fallo del jurado suele venir acompañado de
ciertos augurios de concesión interesada, que es una forma generalizada de
fomentar el amiguismo y la complacencia. En los segundos el carácter oficial
abunda en la creciente y mal entendida primacía de reconocer los servicios
prestados, aunque éstos sean coincidentes con las obligaciones del cargo.
La
concesión del premio Nobel de Literatura y las connotaciones políticas que
lo rodean hablan, sin lugar a dudas, de ese proceso taimado que parece
advertirse cuando el aspecto que debería
exclusivamente tenerse en cuenta, en este caso el puramente literario, queda en
entredicho. Como reza una bellísima cita en la Librería Padilla de Sevilla, “Leer
todos los libros del mundo es imposible, pero hay que intentarlo”.
Sinceramente por mucho, en mi caso un verdadero placer, que el empeño fuera denodado en adquirir una
mayor capacidad lectora, no creo que me topará con la obra de Mo Yan. Entiendo
que por desconocimiento. Aunque me alivia, en cierta manera, pensar que no soy
un caso excepcional por las conversaciones que he mantenido sobre ello estos
últimos días. El criterio que sostiene este premio no es precisamente alentador
si hacemos un recorrido por los escritores, a los que ni siquiera les llegó el
eco de tan altísimo grado literario. Como por ejemplo, Borges, Tolstoi, Pessoa,
Cortázar, Valle-Inclán...
No hablamos
de su acontecer y posicionamiento vital, lo hacemos de su quehacer
literario que, en cualquiera de sus formas, no tiene por qué corresponderse con
aquélla. La literatura con mayúsculas no viene refrendada por una impoluta e
íntegra biografía. Su calidad es inherente al escritor, sean cuales sean sus
puntos de vista sociales o políticos. Desmerecer al hombre no tiene por qué
acarrear rechazar su arte.
El autor de
“Sorgo rojo”, la obra más conocida de Mo Yan gracias a la adaptación
cinematográfica que en 1987 dirigió su compatriota Zhang Yimou en su debut como
director, y que fue ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1988,
es vicepresidente de la Asociación de Escritores Chinos y participó en el
septuagésimo aniversario de Mao Zedong sobre Arte y Literatura. Se le reprocha
que nunca se haya pronunciado sobre la persecución de los intelectuales. Los
disidentes lo califican de colaboracionista y complaciente. Recordemos que en
el año 2010 recayó el Premio Nobel de la Paz en
el intelectual y escritor chino, Liu Xiaobo, por escribir un manifiesto
democrático, que provocó una situación de tensa relación diplomática entre
China y Noruega, aún pendiente de resolución. La pena que sufre es de 11 años
de cárcel. La reacción del gobierno chino pareció provenir de una rabieta mal
contenida. Crearon los premios Confucio para contrarrestar la que consideran
propaganda occidental, al enjuiciar la inclinación a premiar a disidentes
evitando a ciudadanos chinos que no están enfrentados con el gobierno. Sonrisa
macabra la que se dibuja en los labios, si hacemos memoria de otros galardonados por el
pacifismo del Nobel. Por ejemplo, Kissinger.
El comportamiento no tiene por qué influir
en la consideración de la obra de un creador. Ésta es independiente al trasunto
humano. La notoria y gran literatura no puede estar condicionada por la
orientación política, sexual, la asunción del sistema, la marginalidad, la
exclusión o la depravación de quién es su autor. La obra tiene su propia
personalidad que no tiene por qué definirse con la de aquél. En caso contrario
la literatura estaría sentenciada a morir en breve plazo. Me refiero a la buena
literatura, la que no necesita nada salvo la atención de un lector crítico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario