Por Esther Vivas
Todos nosotros comemos.
Alimentarnos es fundamental para sobrevivir, pero, y aunque puede parecer lo
contrario, no tenemos derecho a decidir sobre aquello que consumimos. Hoy un
puñado de multinacionales de la industria agroalimentaria deciden qué, cómo y
dónde se produce y qué precio se paga por aquello que comemos. Unas empresas
que anteponen sus intereses empresariales a las necesidades alimentarias de las
personas y que hacen negocio con algo tan imprescindible como la comida.
De aquí que en un mundo
donde se produce más alimentos que en ningún otro período histórico, 870
millones de personas pasen hambre. Si no tienes dinero para pagar el precio,
cada día más caro, de los alimentos ni acceso a los recursos naturales como la
tierra, el agua, la semillas... no comes. Asimismo, en los últimos cien años,
según la FAO, ha desaparecido un 75% de la diversidad agrícola. Se produce en
función de los intereses del mercado, apostando por variedades resistentes al
transporte de largas distancias, que tengan un aspecto óptimo..., dejando de
lado otros criterios no mercantiles. El empobrecimiento del campesinado es otra
de las consecuencias del actual sistema agroindustrial. Se apuesta por un
modelo agrario que prescinde del saber campesino, subvenciona la agroindustria
y donde la agricultura familiar y a pequeña escala no tiene cabida.
Un sistema en que los
alimentos viajan una media de cinco mil kilómetros antes de llegar a nuestro
plato. Se prima, por un lado, la producción en países del Sur, explotando su
mano obra y aprovechándose de unas legislaciones medioambientales muy laxas,
para luego vender el producto aquí. Y, por el otro, multinacionales
subvencionadas con dinero público producen en Europa y Estados Unidos muy por
encima de la demanda local y venden su excedente por debajo de su precio de
coste en la otra punta del planeta, haciendo la competencia desleal a los
productores del Sur. Los campesinos del mundo son los que más salen perdiendo con un modelo de agricultura
globalizada al servicio de los intereses del capital.
Conclusión: actualmente
contamos con un modelo de agricultura irracional, que genera hambre, pobreza,
desigualdad, impacto medioambiental... y que sólo se justifica porqué da
cuantiosos beneficios a las multinacionales que monopolizan el sector. No hay
democracia en el sistema agroalimentario. Y por eso es necesario reivindicar
esa “democracia real” también en el actual modelo de producción, distribución y
consumo de alimentos.
Si algo ha caracterizado
al movimiento del 15M es el empezar a construir aquí y ahora ese “otro mundo
posible” que reivindicamos. Planteando que son viables otros modelos
económicos, sociales, de consumo, energéticos, de cuidados... De la ocupación
de plazas se ha pasado a la ocupación de tierras para cultivar huertos urbanos,
se han creado redes de intercambio, se han organizado grupos de consumo
agroecológico. Generalicemos estas prácticas. Y exijamos: soberanía
alimentaria. Volver a decidir sobre aquello que comemos, que los campesinos
tengan acceso a los recursos naturales, que no se especule con la comida, que
se promueva una agricultura, local, campesina y de calidad. Ocupemos el sistema
agroalimentario. Sólo así podremos garantizar que alimentarnos sea un derecho
para todos y no un privilegio para unos pocos.
*Artículo publicado en la
revista Números rojos, nº5.
+info: http://esthervivas.com
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