ALGO MÁS QUE PALABRAS
Por Víctor Corcoba Herrero*
Montesquieu está de moda. Nadie me negará el abuso de
poder que sufren muchos ciudadanos en casi todo el mundo. Para frenar este
injusticia, "es preciso que el poder detenga al poder". Ya lo expresaba,
en su tiempo, este relevante cronista y pensador político francés que vivió en
la llamada época de la ilustración. Evidentemente, hace falta llevar a buen
término esa gran transición mundial, que nos lleve a servir mejor y a poder
menos. Tantas veces somos aplastados por las ruedas de los poderosos, que más
que poderío, hace falta una moral de combate. O una ética de vida. Las
influencias políticas en España son un claro testimonio de las esencias
corruptas. Ciertamente es difícil combatir este tipos de hábitos, cuando los
principios han sido devorados por un exceso de inmoralidad, al ver que todos
los caminos se abren si el dinero va por delante. No importa de dónde provenga,
ni la manera de conseguirlo. Don dinero manda, y lo que es peor, nos gobierna.
Es la meta a la que aspiran llegar muchas gentes.
Tenemos que retornar a ese espíritu crítico avivado por
Montesquieu. En su obra, El espíritu de
las leyes, manifiesta admiración por las instituciones y llega a afirmar
que la ley es lo más importante del Estado. Por desgracia, nos hemos
acostumbrado a vivir para los nuestros, para nuestro grupo de incondicionales,
y eso es una postura muy egoísta. Una ley que debe ser igual para todos y que
no lo es, para dolor de la humanidad, cuestión que conlleva una dificultad
añadida. Algún fiscal anticorrupción, de la madre patria, nos ha injertado una
frase que se ha convertido en célebre ya: "es más difícil combatir la
delincuencia de moqueta que la de metralleta". Y es que cuando el poder
deja de ser deber, todo se confunde y camina a la deriva. Se oprime a la
ciudadanía con total descaro, en parte, porque el comportamiento de las
autoridades se ha despojado de toda conciencia.
Para crear una cultura de rechazo a estas prácticas
corruptas, como pueden ser los sobresueldos opacos recibidos por ciertos
dirigentes políticos, habría que cambiar la manera de dar respuesta a la
realidad social. La separación de poderes o división de poderes que, por
cierto, trazó Montesquieu, precisamente es una ordenación y distribución de las
funciones del Estado, en la cual la titularidad de cada una de ellas es
confiada a un órgano u organismo público distinto. A mi entender, tenemos una
excesiva politización, o lo que es lo mismo,
una enorme utilización abusiva del poder, encaminado hacia beneficios
partidistas, totalmente alejados del bien común de los pueblos.
Desde luego, no podemos permitir que los intereses
partidistas socaven la justicia. Para que el poder detenga a ese poder corrupto
tiene que primar el estado de derecho. Con urgencia hemos de hacer realidad la
aplicación igualitaria de la ley. Inspirados en las palabras de Montesquieu, de
que "no hay nación tan poderosa como la que obedece sus leyes, no por
motivos de miedo o razón, sino por pasión", nuestro entusiasmo debe ir
encaminado a frenar el abuso de funciones, el enriquecimiento ilícito, el
soborno en los diversos sectores y la malversación de recursos públicos, el
encubrimiento y la obstrucción de la justicia ante cualquier tipo de actitudes
delictivas.
Ante este cúmulo de hechos ofensivos, Montesquieu, lo
tenía claro: "la ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a
nadie". Por desdicha, en el mundo cada día hay más fortunas secretas
conseguidas a través de juegos sucios. Es una desgracia que gobiernos que están
para servir a sus ciudadanos se vean salpicados por casos de corrupción. Pienso
que se deben instaurar medidas de anticorrupción para frenar esos poderes a los
que para nada le tiembla la mano a la hora de robar. En muchos países la
política se ha convertido en el gran negocio, donde todo sirve y todo se tapa.
A mi juicio el mundo de la era global requiere de grandes consensos, como el de
parar el poder ilícito, para asegurar una gobernanza en la que todos podamos seguir
conviviendo. Negar esta evidencia -el poder corrupto- es como consagrar la
impunidad.
El estado de derecho debe impedir la arbitrariedad de
estos poderes que por sistema violan los derechos de las gentes, creyéndose
superiores, haciendo de la corrupción un instrumento del poder político. Sin
duda, los malos ejemplos son tan dañinos como un crimen. Entiendo, por otra
parte, que la cooperación internacional para detener esos poderes
perversos es fundamental. En todo caso,
para Montesquieu no hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación.
Para evitarlo propone encontrar una disposición de las cosas que de la misma
derive una situación en la que "el poder detenga al poder", por ello
se convierte en indispensable la disociación entre potestades.
La corrupción no pude seguir destruyendo el estado de
derecho. De un tiempo a esta parte, España no sólo se ha convertido en la
capital del desempleo, también en la capital de la corrupción. Los ciudadanos
han empezado a alzar su voz. Es preciso que el poder honesto detenga al poder
corrupto. Hace años que en este país se potencia una cultura subvencionada, sin
transparencia alguna. Podemos tener las mejores leyes, pero cuando todo se
politiza con comportamientos interesados, germina la extorsión y el soborno en
cualquier lugar del poder. Con este tipo de actitudes, se dificulta aún más la
prestación de servicios básicos necesarios a la ciudadanía. Tanto cuando se
dilapida como cuando se roba dinero público para obtener beneficios personales,
disminuyen los recursos destinados a la construcción de centros educativos,
centros sanitarios e infraestructuras. Por tanto, -como dijo Montesquieu- "no
hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor
de la justicia". Incuestionable. Pongamos, pues, límites a esos poderes;
al menos el del tiempo (en el pedestal) y el de dar cuenta a poderes
independientes.
*Víctor
Corcoba Herrero/ Escritor
corcoba@telefonica.net
20
de enero de 2013
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