Por Pedro Luis Ibáñez Lérida *
Qué
compasión posee límites, qué caridad puede ignorar el amor al otro. Ambas
actitudes no son fruto de la mera condescendencia, del simple desahogo, del
sentido de culpa o autoestima. Son tangibles desde el mismo momento que son
asertivos en la relación con los demás. De la misma manera que la ira y la
violencia pueden contagiarse,
encontrando en ciertos sucesos la bienhechora fertilidad para su germen y
desarrollo El ser humano es un cúmulo de contradicciones. La pasión que lleva
parejada la miseria o riqueza de sus acciones cobra tintes maniqueos cuando la
colectividad asume ciertos principios y los utiliza, a modo de visceral
argumento, para hacer frente al individuo que los amenaza y en el que centran
su patetismo y brutalidad, hasta ahora desconocidos.
Tras
7 meses de intensa búsqueda policial, los niños Ruth y José continúan
desaparecidos. Su padre permanece en prisión
por la presunta comisión de dos delitos de detención ilegal, en la
modalidad cualificada de menores y con la agravante de parentesco, además de
otro por simulación de delito. Independientemente de la causa judicial y los
resultados que ésta contraiga, existe otro tipo encausamiento cuyos límites se
han visto sobrepasados por el fervor popular que encarna la doble moral del
inquisidor: obtener la confesión a costa de la verdad.
Los
medios de comunicación, en su doble función de informadores y con vocación
de servicio público, como es gusto de su propia definición, han requerido de la
ciudadanía la respuesta a sus noticias. Es este modo intencionado, al menos
desde la animosidad sólo entendible como un eco. Es decir, como una
reverberación en la opinión pública, enfebrecida por diversas noticias, ha
contraído una fuerte agitación. Dejando a un lado el grado de culpabilidad o
inocencia de José Bretón, la persecución a la que se ha visto abocada su
familia, resulta cuanto menos inquietante y dolorosa. El cainismo aplicado
ciega la esperanza El sufrimiento no puede invocarse como pago fraccionado
según quién y como. La tragedia esta ahí. Es innegable, pero ello no es óbice
para promover y alentar el acoso estas
personas. El estigma es síntoma de una sociedad que no redime y, por tanto, que
se nutre del sufrimiento y la pérdida ajena. El resabiado gusto por el
espectáculo no es por cuanto sea o trate. Más bien por lo que les reporte, a
quienes asisten en complicidad ajena.
El
escritor y filósofo francés Denis Diderot, en su obra póstuma,
"Jacques El fatalista", lo describe con suma sencillez y
vertical profundidad: "¿Cuál es en vuestra opinión, el motivo que atrae
a las ejecuciones públicas? ¿La inhumanidad? Os equivocáis: el pueblo no es
inhumano; a ese desgraciado en torno a cuyo cadalso se agolpa, lo arrancaría de
las manos de la justicia si pudiera. Va a buscar a la plaza de Grève una escena
que pueda contar a su regreso al arrabal, ésa u otra, le da igual mientras
tenga un papel, junte a su vecinos y se haga escuchar de ellos. Dad en el
bulevar una fiesta divertida y veréis que la plaza de las ejecuciones está vacía.
El pueblo está ávido de espectáculos y acude a ellos porque se divierte cuando
los disfruta y se divierte también cuando los cuenta a su regreso".
En
el año 1966 Arthur Penn, director y productor cinematográfico, dirigió la
película "La jauría humana". Basada en una obra del dramaturgo
y guionista estadounidense, Horton Foote. Con una soberbia interpretación de
Marlón Brando, en el papel del sheriff Calder y teniendo a un novel actor,
Robert Redford, que toma la medida equilibrada al personaje del convicto que
huye de presidio, buscando su pueblo natal. El dramático desenlace va
urdiéndose con pasmosa elegancia y
estilo. El espectador asiste sobrecogido a la degradación moral de los
ciudadanos respetables. El clima de violencia es contenido pero efectivo, en
tanto en cuanto va graduando la desesperanza. La caza del ser humano se
convierte en un espectáculo para equilibrar la insatisfacción generalizada que
reconcome a los personajes secundarios, habitantes del pueblo. Hablamos de
envidia, racismo, ambición, incomunicación que se aceptan socialmente pero
asolan al individuo. La suma de tanta frustración es incontenible.
Dirimir
con inteligencia este asunto supone reducir a cenizas los propios miedos
que infectan de culpabilidad a quienes acusan a los familiares de José Bretón,
sencillamente por ser quienes son. No hay mártires sin verdugos. Y éstos no
tiene rostros bajo la capucha de la muchedumbre.
*Pedro Luis Ibáñez Lérida, poeta, articulista, coeditor de Ediciones En Huida. Contacto: pedrolerida@gmail.com
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