La lentitud del magma
Pedro Luis Ibáñez Lérida*
"La muerte de cualquier hombre me disminuye porque
estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca
hagas preguntar por quien doblan las campanas:
doblan por ti".
John Donne
Cuánta
luz. El día se abre en la orfandad herida. Amaneció con la veladura de
sutil gasa de niebla. Fue desperezandose lentamente hasta desvelar el aroma del
día. La odorante flor de azahar es caricia entre las púas del naranjo amargo,
tan prolífico en esta ciudad. Regreso a casa, tras la primera jornada de
celebración del Centenario del traslado de los restos de los hermanos Bécquer
de Madrid a Sevilla. Con una sencilla y emocionante lectura pública, abierta y
participativa de los ciudadanos sobre la obra de Gustavo Adolfo Bécquer, para
honrar su memoria y la de Valeriano, su hermano. El Panteón de Sevillanos
Ilustres, que se encuentra en las instalaciones universitarias de la Facultad
de Bellas Artes, ha acogido esta cita. Equidistante de convocatorias elitistas,
la voz del poeta se ha hecho pálpito y carne en la de sus paisanos. Cierto
regusto recorre mi pensamiento. Se
manifiesta en los labios con una leve sonrisa. Ando absorto. Aún con el placer
de haber compartido una hermosa jornada junto a amigos como Pilar Alcalá y
Agustín Galindo Pozo, de la asociación Con los Bécquer en Sevilla, el periodista y novelista Guillermo Sánchez o
Rocío Biedma, poetisa que viajó desde el insondable océano de olivos que es
Jaen.
En mi vuelta, la fragancia de
azahar es más intensa. Es el incienso espontáneo que todo lo solemniza, hasta lo más trivial.
El poeta sevillano describía en la tercera de las Cartas desde mi celda,
el lugar de estancia en el que prefería que reposara su cuerpo, "Después
de remontado el sol, sus rayos la dorarían, penetrando tal vez en la tierra y
abrigando su dulce calor mis huesos. En la tarde, y a la hora en que las aguas
del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los
muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un
ligero bote que deja en pos una inquieta línea de oro, dirían, al ver aquel
rincón de verdura, donde la piedra blanqueaba al pie de los árboles: «Allí
duerme el poeta.» (...) y, concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre
bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera
de mi salida (...) Ello es que cada día me voy convenciendo más que de
lo que vale, de lo que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.".
Este deseo, finalmente, no se cumplió.
A
qué viene esta tristeza. Nos mandaría, sin duda, profesar el canto
esperanzador de la indignación. Nos miraría serenamente, sin reproches, pero
instigando la rebeldía frente al pesaroso e indigesto marasmo en el que nos
encontramos. Hoy, su muerte, me ha evocado a aquel amigo que me regaló un
hermoso libro. La vida hay que vivirla. Qué obviedad. Pero también en su
atropellado metraje, las pérdidas conforman el equipaje que dejamos en
consigna. De una u otra manera, siempre nos acompañan. La sonrisa etrusca vino
conmigo, desde que aquel amigo me lo prestó. El abuelo, con las horas contadas
por el cáncer que padece, despliega su máxima vitalidad y ternura hacia Bruno.
Salvatore Roncone reconsidera su propia actitud cuando descubre a su nieto, un
amor en visperas de la muerte y la ciudad como fuente inagotable de nuevas
vivencias. Mi amigo se perdíó en la vorágine vital, al igual que el campesino
calabrés. Quién sabe donde andará. Quizás vuelve ahora, inesperadamente, para
revivir en el azaroso encuentro que nos depara el óbito del autor, que hizo
vínculo a través de esta hermosa obra. Amigo y autor han desaparecido. Con
ellos la estirpe de un tiempo que no conocería a este otro que nos aprieta
hasta provocarnos la asfixia. "Somos naturaleza. Poner el dinero como
bien supremo nos conduce a la catástrofe". Como Bécquer, José Luis
Sampedro abruma por esa personalidad que envuelve al propio hombre en una
estela diferenciadora. Más, si cabe, porque abogan por la discreta ausencia y
la muda elegía. Ya ceniza, gritó su ausencia más que el rancio boato. Incólume
principio de disolución en la absoluta nada. Insobornable ese análisis tan
directo, "Esto se acaba por degradación moral. Hemos olvidado justicia
y dignidad". Lo recuerdo en la edición de la Feria del Libro de
Sevilla de hace unos años. La actitud de un joven resuelto encerrado en el
cuerpo de un anciano. Estremecía verle levantarse, no sin cierta dificultad, de
la mesa que compartía con otros autores, por el puro y gentil gesto de saludar
en actitud digna a quién se le acercaba. Ese ejercicio de refinada educación no
reunía convencionalismo en su hábito. Era el deseo expreso de ser igual al
otro, a su semejante, de estrechar la mano en igualdad de condiciones. Murió
hecho ceniza. Antes que ninguna tentación pudiera motivar romper el silencio
que lo envolvió como mortaja.
El
sur acoge a Bécquer. "El sur es un desierto que llora mientras
canta", diría Luis Cernuda, que en este año se cumple el 50
aniversario de su fallecimiento en el
exilio. Pensé esta mañana en la reflexión poética, tan obstinadamanente
enigmática y bella, "¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!",
e inmediatamente me asaltó el cálido
abrazo de sus respectivas obras.
*Pedro Luis Ibáñez Lérida, poeta, articulista, coeditor de Ediciones En Huida. Contacto: pedrolerida@gmail.com
Patrocinado por LetrasTRL Nº. 57-abril-2013
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