Por Esther Vivas
Los
sistemas de producción y consumo de alimentos han estado siempre socialmente
organizados, pero sus formas han variado históricamente. En las últimas
décadas, bajo el impacto de las políticas neoliberales, la lógica capitalista
se ha impuesto, cada vez más, en la forma en que se produce y se distribuyen
los alimentos (Bello, 2009).
Con el presente artículo queremos analizar el impacto de estas políticas agroindustriales en las mujeres y el papel clave que desempeñan las mujeres campesinas, tanto en los países del Norte como del Sur, en la producción y la distribución de los alimentos. Asimismo, analizaremos como una propuesta alternativa al modelo agrícola dominante necesariamente tiene que incorporar una perspectiva feminista y cómo los movimientos sociales que trabajan en esta dirección, a favor de la soberanía alimentaria, apuestan por incluirla.
Campesinas e invisibles
En los países del Sur, las
mujeres son las principales productoras de comida, las encargadas de trabajar
la tierra, mantener las semillas, recolectar los frutos, conseguir agua, cuidar
del ganado... Entre un 60 y un 80% de la
producción de alimentos en estos países recae en las mujeres, un 50% a
nivel mundial (FAO, 1996). Éstas son las principales productoras de cultivos
básicos como el arroz, el trigo y el maíz, que alimentan a las poblaciones más
empobrecidas del Sur global. Pero a pesar de su papel clave
en la agricultura y en la alimentación, ellas son, junto a los niños y niñas, las más
afectadas por el hambre.
Las mujeres campesinas se han
responsabilizado, durante siglos, de las tareas domésticas, del cuidado de las
personas, de la alimentación de sus familias, del cultivo para el auto-consumo
y de los intercambios y la comercialización de algunos excedentes de sus
huertas, cargando con el trabajo reproductivo, productivo y comunitario, y
ocupando una esfera privada e invisible. En cambio, las principales
transacciones económicas agrícolas han estado, tradicionalmente, llevadas a
cabo por los hombres, en las ferias, con la compra y venta de animales, la
comercialización de grandes cantidades de cereales... ocupando la esfera
pública campesina.
Esta división de roles, asigna a
las mujeres el cuidado de la casa, de la salud, de la educación y de sus
familias y otorga a los hombres el manejo de la tierra y de la maquinaria, en
definitiva de la “técnica”, y mantiene intactos los papeles asignados como
masculinos y femeninos, y que durante siglos, y aún hoy, perduran en nuestras
sociedades (Oceransky Losana, 2006).
Si miramos las cifras, éstas
hablan por si solas. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para
la Agricultura y la Alimentación (FAO) (1996), en mucho países de África las
mujeres representan el 70% de la mano de obra en el campo; se encargan, en un
90%, del suministro de agua en los hogares; son las responsables, entre un 60 y
un 80%, de la producción de los alimentos para el consumo familiar y la venta;
y realizan el 100% del procesamiento de los alimentos, el 80% de
las actividades de almacenamiento y transporte de comida y el 90% de las
labores de preparación de la tierra. Unas cifras ponen de relieve el papel crucial
que las mujeres africanas tienen en la producción agrícola a pequeña escala y
en el mantenimiento y la subsistencia familiar.
Sin embargo, en muchas regiones
del Sur global, en América Latina, África subsahariana y sur de Asia, existe
una notable “feminización” del trabajo agrícola asalariado, especialmente en
los sectores orientados a la exportación no tradicional (Fraser, 2009). Entre
1994 y 2000, según White y Leavy (2003), las mujeres ocuparon un 83% de los
nuevos empleos en el sector de la exportación agrícola no tradicional. De este
modo, muchas mujeres accedieron por vez primera a un puesto de trabajo
remunerado, con ingresos económicos que les permitieron un mayor poder en la
toma de decisiones y la posibilidad de participar en organizaciones al margen
del hogar familiar (Fraser,
2009). Pero esta dinámica va acompañada de una marcada
división de género en los puestos de trabajo: en las plantaciones las mujeres
realizan las tareas no cualificadas, como la recogida y el empaquetado,
mientras que los hombres llevan a cabo la cosecha y la plantación.
Esta incorporación
de la mujer al ámbito laboral remunerado implica una doble carga de trabajo
para las mujeres, quienes siguen llevando a cabo el cuidado de sus familiares a
la vez que trabajan para obtener ingresos, mayoritariamente, en empleos
precarios. Éstas cuentan con unas condiciones laborales peores que las de sus
compañeros recibiendo una remuneración económica inferior por las mismas tareas
y teniendo que trabajar más tiempo para percibir los mismos ingresos. En la
India, por ejemplo, el salario medio por el trabajo ocasional en la agricultura
para las mujeres es un 30% inferior al de los hombres (Banco Mundial, 2007). En
el Estado español, las mujeres cobran un 30% menos y esta diferencia puede
llegar al 40% (Oceransky Losana, 2006).
Impacto de las políticas
neoliberales
La
aplicación de los Programas de Ajuste Estructural (PAE), en los años 80 y 90,
en los países del Sur por
parte del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, para que éstos
pudieran hacer frente al pago de la deuda externa, agravó aún más las ya de por
si difíciles condiciones de vida de la mayor parte de la población en estos
países y golpeó, de forma especialmente dura, a las mujeres.
Las medidas de choque impuestas por los PAE
consistieron en forzar a los gobiernos del Sur a retirar las subvenciones a los
productos de primera necesidad como el pan, el arroz, la leche, el azúcar...;
se impuso una reducción drástica del gasto público en educación, sanidad,
vivienda, infraestructuras...; se forzó la devaluación de la moneda nacional,
con el objetivo de abaratar los productos destinados a la exportación pero
disminuyendo la capacidad de compra de la población autóctona; aumentaron los
tipos de interés con el objetivo de atraer capitales extranjeros con una alta
remuneración, generando una espiral especulativa, etc. En definitiva, una serie
de medidas que sumieron en la pobreza más extrema a las poblaciones de estos
países (Vivas, 2008).
Las políticas de
ajustes y las privatizaciones repercutieron de forma particular sobre las
mujeres. Como señalaba Juana Ferrer, responsable de la Comisión Internacional
de Género de La Vía Campesina: “En los procesos de privatización de los
servicios públicos las más afectadas hemos sido las mujeres, sobre todo en
campos como la salud y la educación, ya que las mujeres, históricamente,
cargamos con las responsabilidades familiares más fuertes. En la medida en que
no tenemos acceso a los recursos y a los servicios públicos, se torna más
difícil tener una vida digna para las mujeres” (La Vía Campesina, 2006: 30).
El hundimiento del campo en los países del Sur y la
intensificación de la migración hacia las ciudades ha provocado un proceso de
“descampesinización” (Bello, 2009), que, en muchos países, no ha tomado la
forma de un movimiento clásico campo-ciudad, donde los excampesinos van a las
ciudades a trabajar en las fábricas en el marco de un proceso de
industrialización, sino que se ha dado, lo que Davis (2006) llama, un proceso
de “urbanización desconectada de la industrialización”, donde los excampesinos,
empujados a las ciudades, pasan a engrosar la periferia de las grandes urbes (favelas,
slumps...), viviendo muchos de la economía informal y configurando, lo
que el autor llama, el “proletariado informal”.
Las mujeres son un componente esencial de los flujos
migratorios, nacionales e internacionales, que provocan la desarticulación y el
abandono de las familias, de la tierra y de los procesos de producción, a la
vez que aumentan la carga familiar y comunitaria de las mujeres que se quedan. En Europa, Estados Unidos, Canadá... las mujeres
migrantes acaban asumiendo trabajos que años atrás realizaban las mujeres
autóctonas, reproduciendo una espiral de opresión, carga e invisibilización de
los cuidados y externalizando sus costes sociales y económicos a las comunidades
de origen de las mujeres migrantes.
La incapacidad para
resolver la actual crisis de los cuidados en los países occidentales, fruto de
la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, el envejecimiento de
la población y la no respuesta del Estado a estas necesidades, sirve como
coartada para la importación de millones de
“cuidadoras” de los
países del Sur global. Como señala Ezquerra (2010: 39): “[Esta] diáspora cumple
la función de invisibilizar la incompatibilidad existente entre el auge del sistema
capitalista y el mantenimiento de la vida en el Centro, y agudiza de manera
profunda la crisis de los cuidados, entre otras crisis, en los países del Sur
(...) La ‘cadena internacional del cuidado’ se convierte en un dramático
círculo vicioso que garantiza la pervivencia del sistema capitalista
patriarcal”.
Acceso a la tierra
El acceso a la tierra no es un
derecho garantizado para muchas mujeres: en varios países del Sur las leyes les
prohíben este derecho y en aquellos donde legalmente tienen acceso las
tradiciones y las prácticas les impiden disponer de ellas. Como explica Fraser
(2009: 34): “En Camboya, por ejemplo, pese a que no es ilegal que las mujeres
posean tierra, la norma cultural dicta que no la poseen, y a pesar de que ellas
son responsables de la producción de las explotaciones agrícolas, no tienen
ningún control sobre la venta de la tierra o la forma en la que ésta se
transmite a los hijos”.
Una
situación extrapolable a muchos otros países. En la India, como señala Chukki
Nanjundaswamy de la organización campesina Karnataka State Farmers' Association, la situación de las
mujeres para acceder a la tierra y contar con asistencia sanitaria es muy
difícil: “Socialmente las campesinas indias casi no tienen derechos y están
consideradas como un añadido de los varones. Las campesinas son las más
intocables dentro de los intocables, en el sistema social de castas” (La Vía
Campesina, 2006: 16),
El
acceso a la tierra de las mujeres en África es, en la actualidad, aún más dramático debido al aumento
de muertes a causa del SIDA. Por un lado, las mujeres tienen más
posibilidades de ser infectadas, pero cuando uno de sus familiares varones
muere, y éste ostenta la
titularidad de la tierra, las mujeres tienen muchas dificultades para acceder a
su control. En varias comunidades, éstas no tienen derecho a
heredar y, por tanto, pierden la propiedad de la tierra y otros bienes al
quedarse viudas (Jayne et al, 2006).
La tierra es un activo muy
importante: permite la producción de alimentos, sirve como inversión para el
futuro y como aval, implica acceso al crédito, etc. Las dificultades de las
mujeres para poseer tierras es una muestra más de cómo el sistema agrícola
capitalista y patriarcal las golpea especialmente. Y cuando éstas ostentan la
titularidad se trata, mayoritariamente, de tierras con menor valor o extensión.
Asimismo, las mujeres enfrentan
más dificultades para conseguir créditos, servicios e insumos. A
nivel mundial, se estima que las mujeres reciben sólo un 1% del total de
préstamos agrícolas, y aunque las mujeres los reciban no queda claro si el
control sobre los mismos es ejercido por sus compañeros o familiares (Fraser,
2009).
Pero estas prácticas no sólo se
dan en los países del Sur global, en Europa, por ejemplo, muchas campesinas padecen
una total inseguridad jurídica, ya que la mayoría de ellas trabajan en
explotaciones familiares donde los derechos administrativos son propiedad
exclusiva del titular de la explotación y las mujeres, a pesar de trabajar en
ella, no tienen derecho a ayudas, a la plantación, a una cuota láctica, etc.
Como
explica Isabel Vilalba Seivane, secretaria de mujeres del Sindicato Labrego
Galego en Galicia, las problemáticas de las mujeres en el campo, tanto en los
países del Sur como en el Norte, son comunes aunque con diferencias: “Las
mujeres europeas estamos más centradas en la lucha por nuestros derechos
administrativos en la explotación; mientras que en otros lugares reclaman
cambios profundos que tienen que ver con la reforma agraria, o con el acceso a la
tierra y a otros recursos básicos” (La Vía Campesina, 2006: 26). En Estados Unidos, Debra Eschmeyer de la National Family Farm Coalition explica como
también existen prácticas que muestran esta desigualdad: “Por ejemplo, cuando
una campesina va sola a pedir un crédito a un banco tiene más complicado
obtenerlo que si fuera un hombre” (La Vía Campesina, 2006: 14).
Agroindustria versus soberanía alimentaria
Hoy en día,
el actual modelo agroindustrial se ha demostrado totalmente incapaz de
satisfacer las necesidades alimentarias de las personas e incompatible con el
respeto a la naturaleza. Nos encontramos ante un sistema agrícola y alimentario
sometido a una alta concentración empresarial a lo largo de toda la cadena
comercial, siendo monopolizado por un puñado de multinacionales de los
agronegocios que cuentan con el respaldo de gobiernos e instituciones
internacionales que se han convertido en cómplices, cuando no en
cobeneficiarios, de un sistema alimentario productivista, insostenible y
privatizado. Un modelo que es a su vez utilizado como instrumento imperialista
de control político, económico y social por parte de las principales potencias
económicas del Norte, como Estados Unidos y la Unión Europea (así como de sus
multinacionales agroalimentarias), respecto a los países del Sur global
(Toussaint, 2008; Vivas, 2009).
Como señala
Desmarais (2007), el sistema alimentario puede entenderse como una extensa
cadena horizontal que se ha ido alargando cada vez más, alejando producción y
consumo, y favoreciendo la apropiación de las distintas etapas de la producción
por las empresas agroindustriales y la pérdida de autonomía de los campesinos
frente a éstas.
La situación de crisis alimentaria, que estalló a lo
largo del año 2007 y 2008 con un fuerte aumento del precio de los alimentos
básicos,
puso de relieve la extrema vulnerabilidad del sistema agrícola y alimentario, y
dejó tras sí la cifra de más de mil millones de personas en el mundo que pasan
hambre, una de cada seis, según datos de la FAO (2009).
Pero el
problema actual no es la falta de alimentos, sino la imposibilidad para acceder
a ellos. De hecho, la producción de cereales a nivel mundial se ha triplicado
desde los años 60, mientras que la población a escala global tan solo se ha
duplicado (GRAIN, 2008). Con estas cifras, podemos afirmar que se produce
suficiente comida para alimentar a toda la población, pero para los millones de
personas en los países del Sur que destinan entre un 50 y un 60% de la renta a
la compra de alimentos, cifra que puede llegar incluso hasta el 80% en los
países más pobres, el aumento del precio de la comida hace imposible el acceso
a la misma.
Hay razones de fondo que explican el porqué de la
profunda crisis alimentaria. Las políticas neoliberales aplicadas indiscriminadamente
en el transcurso de los últimos treinta años a escala planetaria
(liberalización comercial a ultranza, el pago de la deuda externa por parte de
los países del Sur, la privatización de los servicios y bienes públicos...) así
como un modelo de agricultura y alimentación al servicio de una lógica
capitalista son las principales responsables de esta situación que ha
desmantelado un modelo de agricultura campesina garante de la seguridad
alimentaria de los pueblos durante décadas (Holt-Giménez y Patel, 2010).
Frente a
este modelo agrícola dominante que tiene un impacto muy negativo en las
personas, especialmente en las mujeres, y en el medio ambiente, se plantea el
paradigma de la soberanía alimentaria. Una alternativa política que consiste en
“el derecho de cada pueblo a definir sus propias políticas agropecuarias y en
materia de alimentación, a proteger y reglamentar la producción agropecuaria
nacional y el mercado doméstico” (VVAA, 2003: 1). Se trata de recuperar nuestro
derecho a decidir sobre qué, cómo y dónde se produce aquello que comemos; que
la tierra, el agua, las semillas estén en manos de las y los campesinos; que
seamos soberanos en lo que respecta a nuestra alimentación.
Pero, si las
mujeres son la mitad de la mano de obra en el campo a escala mundial, una
soberanía alimentaria que no incluya una perspectiva feminista estará condenada
al fracaso. La soberanía alimentaria implica romper no sólo con un modelo
agrícola capitalista sino también con un sistema patriarcal que oprime y
supedita a las mujeres.
Se trata de
incorporar la perspectiva feminista a la soberanía alimentaria. Como señala
Yoon Geum Soon de la asociación de mujeres campesinas coreanas KWPA y
representante de La Vía Campesina en Asia: “El
feminismo es un proceso que permite conseguir un lugar digno para las mujeres
dentro de la sociedad, para combatir la violencia contra las mujeres, y también
para reivindicar y reclamar nuestras tierras y salvarlas de las manos de las
transnacionales y de las grandes empresas. El feminismo es la vía para que las
mujeres campesinas puedan tener un papel activo y digno en el seno de la
sociedad” (La Vía Campesina, 2006:12).
La Vía Campesina
La Vía
Campesina es el principal movimiento internacional de pequeñas y pequeños
agricultores y promotor del derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria.
La Vía se constituyó en 1993, en los albores del movimiento antiglobalización,
y progresivamente se convertiría en una de las organizaciones de referencia en
la crítica a la globalización neoliberal. Su ascenso es la expresión de la
resistencia campesina al hundimiento del mundo rural, provocado por las
políticas neoliberales y la intensificación de las mismas con la creación de la
Organización Mundial del Comercio (Antentas y Vivas, 2009a).
Desde su creación, La Vía Campesina ha configurado una identidad
“campesina” politizada, ligada a la tierra, a la producción de los alimentos y
a la defensa de la soberanía alimentaria, construida en oposición al actual
modelo del agronegocio (Desmarais, 2007). La Vía encarna un nuevo tipo de
“internacionalismo campesino” (Bello, 2009), que podemos conceptualizar como el
“componente campesino” del nuevo internacionalismo de las resistencias
representado por el movimiento antiglobalización (Antentas y Vivas, 2009b).
En el año
1996, coincidiendo con la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de la FAO en
Roma, La Vía planteó la propuesta de la soberanía alimentaria como una
alternativa política a un sistema agrícola y alimentario profundamente injusto
y depredador. Esta demanda no implica un retorno romántico al pasado, sino que
se trata de recuperar el conocimiento y las prácticas tradicionales y
combinarlas con las nuevas tecnologías y los nuevos saberes (Desmarais, 2007). No debe consistir tampoco,
como señala McMichael (2006), en un planteamiento localista ni en una
“mistificación de lo pequeño” sino en repensar el sistema alimentario mundial
para favorecer formas democráticas de producción y distribución de
alimentos.
Una
perspectiva feminista
Con el tiempo, La Vía ha ido
incorporando una perspectiva feminista, trabajando para conseguir la
igualdad de género en el seno de sus organizaciones así como estableciendo
alianzas con grupos feministas como la red internacional de la Marcha Mundial
de las Mujeres, entre otros.
En el seno de
La Vía Campesina, la lucha de las mujeres se sitúa en dos niveles. Por un lado,
la defensa de sus derechos como mujeres dentro de las organizaciones y en la
sociedad en general y, por otro lado, la lucha como campesinas, junto a sus
compañeros, contra el modelo de agricultura neoliberal (EHNE y La Vía
Campesina, 2009).
Desde su
constitución, el trabajo feminista en La Vía ha dado importantes pasos
adelante. En la 1ª Conferencia Internacional en Mons (Bélgica), en 1993, todos
los coordinadores electos fueron hombres y la situación de la mujer campesina
prácticamente no recibió ninguna mención en la declaración final, aunque se
identificó la necesidad de integrar sus necesidades en el trabajo de La Vía.
Pero esta conferencia falló en establecer mecanismos que asegurasen la
participación de las mujeres en encuentros sucesivos. De este modo, en la 2ª
Conferencia Internacional en Tlaxcala (México), en 1996, el porcentaje de
mujeres asistentes fue igual que en la 1ª Conferencia Internacional, un 20% del
total. Para solventar esta cuestión, se acordaron mecanismos que permitiesen
una mejor representación y participación y se creó un comité especial de
mujeres, que más adelante sería conocido como la Comisión de Mujeres de La Vía
Campesina.
Esta orientación
política facilitó la incorporación de aportaciones feministas a los análisis de
La Vía. Por ejemplo, cuando se presentó públicamente el concepto de soberanía
alimentaria, coincidiendo con la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de la FAO
en Roma, en 1996, las mujeres aportaron demandas propias como la necesidad de
producir los alimentos localmente, a las “prácticas agrícolas sostenibles”
añadieron la dimensión de la “salud humana”, exigieron la reducción drástica
los insumos químicos, perjudiciales para la salud, y defendieron la promoción
activa de la agricultura orgánica. Asimismo, y debido al acceso desigual de las
mujeres a los recursos productivos, insistieron en que la soberanía alimentaria
no podía llevarse a cabo sin una mayor participación femenina en la definición
de las políticas campesinas (Desmarais, 2007).
Para
Francisca Rodríguez de la asociación campesina ANAMURI en Chile: “Asumir la
realidad y demandas de las mujeres rurales ha sido un reto dentro de todos los
movimientos de campesinos (...) La historia de este reconocimiento ha pasado
por diversas etapas: de la lucha desde dentro por el reconocimiento, a la
ruptura con las organizaciones machistas (...) A lo largo de estos últimos
veinte años las organizaciones de mujeres campesinas han ganado identidad
(...), nos hemos reconstruido como mujeres en un medio rural machacado”
(Mugarik Gabe, 2006:254).
El trabajo de
la Comisión de Mujeres permitió fortalecer el intercambio entre mujeres de
diferentes países, organizando, por ejemplo, encuentros específicos de mujeres
coincidiendo con cumbres y reuniones internacionales. Entre los años 1996 y
2000, el trabajo de la Comisión se centró, principalmente, en América Latina,
donde a través de la formación, el intercambio, la discusión y el empoderamiento
de las campesinas aumentó la participación de éstas en todos los niveles y
actividades de La Vía.
Como señala
Desmarais (2007: 265): “En la mayoría de los países, las organizaciones
campesinas y agrícolas están dominadas por hombres. Las mujeres de La Vía
Campesina se niegan a aceptar estas posiciones subordinadas. Aun reconociendo
el largo y difícil camino que queda por
delante, ellas aceptan de forma entusiasta el desafío y juran llevar a cabo un
papel destacado en moldear La Vía Campesina como un movimiento comprometido con
la igualdad de género”.
En octubre del 2000, justo
antes de la 3a Conferencia Internacional de La Vía en Bangalore (India), se
organizó la 1a Asamblea Internacional de Mujeres Campesinas, que permitió una
mayor participación de mujeres en la misma. La Asamblea aprobó tres grandes
objetivos para llevar a cabo: a) Garantizar la participación del 50% de las
mujeres en todos los niveles de decisiones y en las actividades de La Vía
Campesina. b) Mantener y fortalecer la Comisión de Mujeres. c) Garantizar que
los documentos, los eventos de formación y los discursos de La Vía superasen un
contenido sexista y un lenguaje machista (Desmarais, 2007).
De
este modo, en la 3ª Conferencia Internacional, se acordó un cambio de estructura
que garantizara la equidad de género. Como señala Paul Nicholson de La Vía
Campesina: “[En Bangalore] se decidió la equidad hombre y mujer en los espacios
de representación y cargos de nuestra organización, y se inició todo un proceso
interno de reflexión sobre el papel de las mujeres en la lucha campesina (...).
La perspectiva de género se está abordando ahora de una manera seria, no sólo
en el ámbito de la paridad en los cargos, sino también con un debate profundo
sobre las raíces y tentáculos del patriarcado y sobre la violencia contra la
mujer en el mundo rural” (Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas,
2010: 8).
Esta estrategia forzó a las
organizaciones miembros de La Vía a nivel nacional y regional a replantearse su
trabajo en una perspectiva de género e incorporar nuevas acciones encaminadas a
fortalecer el papel de la mujer (Desmarais, 2007). Así lo ratifica Josie
Riffaud del Confédération Paysanne en Francia al afirmar que “fue fundamental
la decisión de la paridad en La Vía Campesina, pues posibilitó que en mi
organización, la Confédération Paysanne, pudiéramos aplicar también esta
medida” (La Vía Campesina, 2006: 15).
En el marco de la 4ª
Conferencia Internacional en Sao Paulo, Brasil, en junio 2004, se celebró la 2ª
Asamblea Internacional de Mujeres Campesinas que reunió a más de un centenar de
mujeres de 47 países de todos los continentes. Las principales líneas de acción
surgidas del encuentro iban orientadas a tomar medidas contra la violencia
física y sexual contra las mujeres, tanto en el ámbito doméstico como en el
geopolítico, exigir la igualdad de derechos e invertir en formación. Como
señalaba su declaración final: “Exigimos nuestro derecho a una vida digna; el
respeto a nuestros derechos sexuales y reproductivos; y la aplicación inmediata
de medidas para erradicar toda forma de violencia física, sexual, verbal y
psicológica (...). Exigimos a los Estados implementar medidas que garanticen
nuestra autonomía económica, acceso a la tierra, a la salud, a la educación y a
un estatus social igualitario” (2ª Asamblea Internacional de Mujeres
Campesinas, 2004).
En octubre del 2006 se celebró
el Congreso Mundial de las Mujeres de La Vía Campesina en Santiago de
Compostela (Estado español) al que asistieron mujeres de organizaciones agrarias
de Asia, Norte-América, Europa, África, y América Latina con el objetivo de
analizar y debatir acerca de lo que significa la igualdad en el campo desde una
perspectiva feminista y establecer un plan de acción para conseguirla. Como
apuntaba Sergia Galván del Colectivo Mujer y Salud de
República Dominicana, en una de las ponencias del Congreso, las mujeres
de La Vía tenían tres desafíos por delante: a) Avanzar
en la reflexión teórica para incorporar la perspectiva campesina a los análisis
feministas. b) Continuar trabajando en la autonomía como referente vital para
la consolidación del movimiento de mujeres campesinas. c) Superar el
sentimiento de culpa en la lucha por conseguir mayores espacios de poder frente
a los hombres (La Vía Campesina, 2006).
El Congreso Mundial de las Mujeres de La
Vía puso de relieve la necesidad de fortalecer aún más la articulación de las
mujeres de La Vía y aprobó la creación de mecanismos para un mayor intercambio
de experiencias y planes de lucha específicos. Asimismo se observaron avances
en la reducción de la discriminación de las mujeres, a pesar de lo mucho que
quedaba por hacer. Entre las propuestas concretas que se aprobaron estaba
articular una campaña mundial para luchar contra las violencias que se ejercen
contra las mujeres; extender los debates a todas las organizaciones que forman
parte de La Vía; y trabajar para que se reconozcan los derechos de las mujeres
campesinas exigiendo igualdad real en el acceso a la tierra, a los créditos, a
los mercados y en los derechos administrativos (La Vía Campesina, 2006).
Coincidiendo con la 5a Conferencia Internacional de
La Vía Campesina en Maputo, Mozambique, octubre 2008, se celebró la 3ª Asamblea
Internacional de Mujeres. En ésta se aprobó lanzar una campaña específica contra
la violencia contra las mujeres, al constatar cómo todas las formas de
violencia que enfrentan las mujeres en la sociedad (violencia física,
económica, social, machista, de diferencias de poder, cultural) están también
presentes en las comunidades rurales y en sus organizaciones.
Pero el trabajo enfocado a
conseguir una mayor igualdad de género no es fácil. A pesar de la paridad
formal, las mujeres tienen mayores dificultades para viajar o asistir a
encuentros y reuniones. Como señala Desmarais (2007: 282): “Hay muchas razones
por las que las mujeres no participan a este nivel. Quizá la más importante es
la persistencia de ideologías y prácticas culturales que perpetúan relaciones
de género desiguales e injustas. Por ejemplo, la división de las labores por
género significa que las mujeres rurales tienen mucho menos acceso al recurso
más preciado, el tiempo, para participar como líderes en las organizaciones
agrícolas. Dado que las mujeres son las principales responsables del cuidado de
los niños y los ancianos (...). La triple jornada de las mujeres –que implica
trabajo reproductivo, productivo y comunitario- hace mucho menos probable que
tengan tiempo para sesiones de formación y aprendizaje para su capacitación
como líderes”.
Se trata de una lucha a contracorriente
y, a pesar de algunas victorias concretas, nos encontramos frente a un combate
de largo recorrido, tanto en las organizaciones como, más en general, en lo
social.
Tejiendo alianzas
En lo que respecta a las
alianzas, La Vía Campesina ha establecido colaboración con varias
organizaciones y movimientos sociales a nivel internacional, regional y
nacional. Una de las más significativas ha sido el trabajo conjunto, en cada
uno de estos niveles, con la Marcha Mundial de las Mujeres, una de las principales
redes globales feministas con quien se ha convocado acciones conjuntas,
encuentros y se ha colaborado en actividades y conferencias internacionales,
junto con otros movimientos sociales, como, por ejemplo, en el Foro
Internacional por la Soberanía Alimentaria que tuvo lugar en Malí, en 2007,
entre otros.
El encuentro entre ambas redes
se dio, inicialmente, en el marco del movimiento antiglobalización, al
coincidir en contra-cumbres internacionales así como en las actividades del
Foro Social Mundial y ser ambas, junto con otras redes, promotoras de la
Asamblea de Movimientos Sociales del Foro Social Mundial. Asimismo, la
incorporación de una perspectiva feminista en el seno de La Vía y al trabajo
campesino y a favor de la soberanía alimentaria generó mayores puentes de
encuentro que se intensificaron con el paso del tiempo.
Así quedó
patente en el Foro por la Soberanía Alimentaria celebrado a principios del 2007
en Sélingué, una pequeña población rural
del sudeste de Malí. Un encuentro convocado por los principales movimientos
sociales a escala internacional como la Vía Campesina, la Marcha Mundial de las
Mujeres, el Foro Mundial de los Pueblos Pescadores, entre otros, y que permitió
avanzar en la definición de estrategias
conjuntas entre un amplio abanico de movimientos sociales (campesinos,
pescadores, ganaderos, consumidores...) a favor de la soberanía alimentaria.
Las mujeres tuvieron un papel
central en este encuentro como dinamizadoras, organizadoras y participantes. Éstas reclamaron el mito de
Nyéléni, una mujer campesina maliense que luchó por afirmarse como mujer en un
entorno desfavorable. De hecho, el Foro por la Soberanía Alimentaria recibió el
nombre de Nyéléni en homenaje a esta leyenda. Delegadas de países de África,
América, Europa, Asia y Oceanía, integrantes de diferentes sectores y movimientos sociales, asistieron al encuentro
y señalaron al sistema capitalista y patriarcal como responsable de las
violaciones de los derechos de las mujeres, a la vez que reafirmaron su
compromiso para transformarlo.
La Marcha Mundial de las
Mujeres, fruto de este trabajo y colaboración, ha asumido la demanda de la
soberanía alimentaria, como un derecho inalienable de los pueblos y, en
especial, de las mujeres. Miriam Nobre, coordinadora
del secretariado internacional de la Marcha, participó en octubre del 2006 en
el Congreso
Mundial de las Mujeres de La Vía Campesina con una intervención sobre el movimiento feminista
global. Y el 7º Encuentro Internacional de
la Marcha Mundial de las Mujeres en Vigo, en el Estado español, en octubre
2008, contó con la organización de un foro y una feria por la soberanía
alimentaria, mostrando la capacidad de vincular la lucha feminista con la de
las mujeres campesinas.
Esta colaboración se observa
también a partir de la doble militancia de algunas mujeres que son miembros
activas en la Marcha Mundial de las Mujeres, a la vez que forman parte de las
organizaciones de La Vía Campesina. Estas experiencias permiten estrechar
vínculos y colaboraciones entre ambas redes y fortalecen tanto la lucha
feminista como campesina, ya que ambas se insertan en un combate más amplio
contra el capitalismo y el patriarcado.
A modo de conclusión
A lo largo de las últimas
décadas, el sistema agrícola y alimentario global ha puesto de relieve su total
incapacidad para garantizar la seguridad alimentaria de las comunidades,
actualmente más de mil millones de personas en el mundo pasan hambre, a la vez
que ha demostrado su fuerte impacto medioambiental con un modelo agroindustrial
kilométrico, intensivo, generador de cambio climático, que acaba con la
agrodiversidad, etc. Éste sistema se ha revelado especialmente agresivo con las
mujeres. A pesar de que éstas producen entre un 60 y un 80% de los alimentos en
los países del Sur global, y un 50% en todo el mundo, son las que más padecen
hambre.
Avanzar en la construcción de
alternativas al actual modelo agrícola y alimentario implica incorporar una
perspectiva de género. La alternativa de la soberanía alimentaria al modelo
agroindustrial dominante tiene que tener un posicionamiento feminista de
ruptura con la lógica patriarcal y capitalista.
La Vía Campesina, el
principal movimiento internacional a
favor de la soberanía alimentaria, lo tiene claro. Se trata de avanzar en esta
dirección y crear alianzas con otros movimientos sociales, en especial con
organizaciones y redes feministas, como la Marcha Mundial de las Mujeres.
Promover redes y solidaridades entre las mujeres del Norte y del Sur, urbanas y
rurales, y de éstas con sus compañeros para, como dice La Vía: “Globalizar la
lucha. Globalizar la esperanza”.
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